¡Bendito el que viene en nombre del Señor!


Venid y salgamos al encuentro de Cristo, que se encamina por su propia voluntad hacia su venerable pasión, para llevar a término el misterio de nuestra salvación.
Viene, voluntariamente hacia Jerusalén, el mismo que, por amor a nosotros, bajó del cielo para llevarnos con él, como dice la Escritura,
.Él viene, pero no como quien toma posesión de su gloria, sino que será manso y humilde, con apariencia insignificante, aunque le ha sido preparada una entrada con alabanzas.
Vayamos con el que se dirige a la pasión, e imitemos a los que salían a su encuentro. No para alfombrarle el camino con ramos de olivo, tapices, mantos y ramas de palmera, sino para poner bajo sus pies nuestras propias personas, con un espíritu humillado al máximo, con una mente y un propósito sinceros, para que podamos así recibir a la Palabra que viene a nosotros
Alegrémonos, por tanto, de que se nos haya mostrado con tanta mansedumbre aquel que es manso y que vino y convivió con nosotros, para elevarnos hasta sí mismo, haciéndose de nuestra familia.

Así, pues, en vez de unas túnicas o unos ramos, en vez de unas ramas de palmas, que pronto pierden su verdor, pongámonos nosotros mismos bajo los pies de Cristo, revestidos de su gracia, mejor aún, de toda su persona, porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo; extendámonos tendidos a sus pies, a manera de túnicas.
Nosotros, que antes estábamos manchados por la suciedad de nuestros pecados, pero que después nos hemos vuelto blancos como la nieve con el baño del bautismo, ofrezcamos al vencedor de la muerte no ya ramas de palmera, sino el premio de su victoria, que somos nosotros mismos.
Aclamémoslo también nosotros, como hacían los niños, agitando los ramos, y diciéndole un día y otro: Bendito el que viene en nombre del Señor, el rey de Israel.