Si las cosas que valen mucho se hicieran con facilidad, cualquiera las haría. ¿Cuántas veces hemos comprobado que para obtener resultados duraderos hace falta sacrificio, hace falta negarse a sí mismo? El estudiante tiene que abnegarse, sacrificarse para aprobar sus estudios. Una madre tiene que sacrificarse continuamente para formar bien a sus hijos.Todo, todo lo que vale la pena, cuesta. ¿Y por qué nos quejamos ante las exigencias que nos pide el premio mayor, el de la vida eterna?Sabemos que por mucho tiempo que pueda vivir un hombre en la tierra, no será más que una gota en medio de la inmensidad del océano, un punto en medio de la eternidad. ¿No será preferible dejar un poco las comodidades de aquí para entrar en la eternidad del cielo por la puerta grande?¿Cuántas veces pensamos en ella? ¿La tenemos como una realidad? ¿O sólo es algo lejano e imaginario? Los santos mártires, como San Lorenzo, nos ponen ante los ojos el valor de la vida futura. Antes de padecer los sufrimientos a los que le sometieron, ser quemado vivo reflexionó unos instantes y prefirió morir por Cristo a pesar de todo. Porque sabía muy bien qué encontraría después de su muerte, una gran felicidad y eternamente.