La Palabra se hizo carne


El prólogo de San Juan nos indica que el Hijo de Dios ha sido generado en el seno del Padre, fuera del tiempo, desde toda la eternidad. Por su parte, San Mateo y San Lucas nos cuentan los detalles históricos del nacimiento de Jesucristo en la tierra.
Así, en la Persona de Jesucristo, las dos naturalezas, la humana y la divina, han quedado inseparablemente unidas. Esto era lo que experimentaba cada uno que se acercaba a Jesús: estando en todo igual a nosotros, era al mismo tiempo tan distinto…
“El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado”
Jesús no tenía pecado, por eso sus gestos y sus palabras brillaban como luz entre las tinieblas. El que no se escandalizó ante este espectáculo contempló en Él la gloria del Padre, lleno de gracia y de verdad. A todos los que lo recibieron y creyeron en su nombre, Jesús les dio poder de hacerse hijos de Dios y no dudó de entregarse a la muerte por ellos: “Cordero inocente, con la entrega libre de su sangre nos ganó la vida.
En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos libró de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (GAL 2,20)
Este es el misterio que San Juan quiso comunicarnos. Sabiendo que me amó con corazón de hombre y se entregó a sí mismo por mí, ahora me toca a mí transmitirlo a los demás.