Los escribas no se asombran de que Jesús pueda curar a un paralítico, pero sí se escandalizan de que le perdone primero los pecados. Es posible que muchos de nosotros también hubiésemos preferido que nos sane de nuestras enfermedades y parálisis que no el que no ofrezca el perdón de nuestros pecados.
Y sin embargo, el mayor milagro de amor de Dios para con los hombres, no es sanarles los cuerpos sino sanarles el alma. El mayor milagro del amor está precisamente en el perdón. Personalmente diría que el máximo testimonio del amor es, como dice Jesús, “dar la vida por el amigo”. Pero luego la verdadera expresión del amor es perdonar.
En muchas partes se está perdiendo la necesidad de la confesión. Y pensamos que se debe a que estamos perdiendo el sentido del pecado. Porque donde el pecado no molesta en el alma no hay necesidad del perdón.
Entre nosotros, felizmente, todavía la confesión sigue teniendo valor y los cristianos aún siguen dándole mucha importancia, lo que creo que es un don de Dios, que debiéramos agradecerle.
Valorar la confesión es tener conciencia de la importancia del pecado en nosotros. Y es tener conciencia del amor que el Señor nos tiene. Personalmente reconozco en la confesión el gran regalo que Dios ha dejado a su Iglesia y a cada uno de nosotros. Y es uno de los momentos más bellos de nuestra vida. Es posible que en el pasado hayamos complicado demasiado el confesarnos y hayamos insistido más en el pecado nuestro que en el amor que Dios nos manifiesta al perdonarnos.
No podemos olvidar que lo más importante de la confesión no somos nosotros ni siquiera nuestros pecados. Lo verdaderamente importante en la confesión es lo que Dios hace en nosotros. La confesión más que obra nuestra es obra de Dios. Y quien lo hace prácticamente todo es Dios. Nosotros sencillamente nos presentamos ante Dios con lo peor de nuestro corazón. Y Dios nos manifiesta y revela lo mejor de su corazón. “Yo te limpio. Yo te perdono. Yo te renuevo. Recobra la alegría de la gracia, la alegría de sentirte libre de tus esclavitudes del pecado”.Por eso mismo, el sacramento de la Penitencia o Confesión debiera ser para todos nosotros, no un momento de angustia ni de vergüenza, sino el momento gozoso de quien se siente sanado, curado en su corazón. El penitente presenta sus pecados. El confesor se hace voz y expresión de Dios. Pero el resto lo hace Él.
Y sin embargo, el mayor milagro de amor de Dios para con los hombres, no es sanarles los cuerpos sino sanarles el alma. El mayor milagro del amor está precisamente en el perdón. Personalmente diría que el máximo testimonio del amor es, como dice Jesús, “dar la vida por el amigo”. Pero luego la verdadera expresión del amor es perdonar.
En muchas partes se está perdiendo la necesidad de la confesión. Y pensamos que se debe a que estamos perdiendo el sentido del pecado. Porque donde el pecado no molesta en el alma no hay necesidad del perdón.
Entre nosotros, felizmente, todavía la confesión sigue teniendo valor y los cristianos aún siguen dándole mucha importancia, lo que creo que es un don de Dios, que debiéramos agradecerle.
Valorar la confesión es tener conciencia de la importancia del pecado en nosotros. Y es tener conciencia del amor que el Señor nos tiene. Personalmente reconozco en la confesión el gran regalo que Dios ha dejado a su Iglesia y a cada uno de nosotros. Y es uno de los momentos más bellos de nuestra vida. Es posible que en el pasado hayamos complicado demasiado el confesarnos y hayamos insistido más en el pecado nuestro que en el amor que Dios nos manifiesta al perdonarnos.
No podemos olvidar que lo más importante de la confesión no somos nosotros ni siquiera nuestros pecados. Lo verdaderamente importante en la confesión es lo que Dios hace en nosotros. La confesión más que obra nuestra es obra de Dios. Y quien lo hace prácticamente todo es Dios. Nosotros sencillamente nos presentamos ante Dios con lo peor de nuestro corazón. Y Dios nos manifiesta y revela lo mejor de su corazón. “Yo te limpio. Yo te perdono. Yo te renuevo. Recobra la alegría de la gracia, la alegría de sentirte libre de tus esclavitudes del pecado”.Por eso mismo, el sacramento de la Penitencia o Confesión debiera ser para todos nosotros, no un momento de angustia ni de vergüenza, sino el momento gozoso de quien se siente sanado, curado en su corazón. El penitente presenta sus pecados. El confesor se hace voz y expresión de Dios. Pero el resto lo hace Él.